martes, 15 de diciembre de 2009

Cultura del Conflicto y Diversidad Cultural

"Por primera vez la humanidad tiene conciencia de su fragilidad. Por primera vez ha adquirido el poder de autodestruirse, ya sea por una guerra atómica, ya por el agotamiento de los recursos del planeta superexplotado, y por el deterioro que causa la contaminación de la biosfera, que es la condición de su supervivencia. Las soluciones sólo pueden ser de orden planetario, y a largo plazo, pero chocan hoy día con el dogma de la soberanía de los Estados, cuyos gobiernos sólo actúan nacionalmente y a corto plazo".
Louis Rougier, 1979.

EI mundo actual está lleno de conflictos, unos evidentes, otros escondidos. Aunque muchos aparezcan con aparente rapidez o de forma inesperada, todos se gestaron mucho antes, en períodos de tiempo a veces muy largos y en circunstancias alejadas de las causas más inmediatas que los provocaron. El conflicto es una de las categorías de la vida social, y cada ámbito de la sociedad posee una serie de cualidades que le son peculiares. Hay un conjunto de fenómenos básicos que forman un determinador común de toda situación social. Frente a la acción social funcional, basada en el mayor o menor grado de cooperación, se levanta una categoría de la conducta humana, la actividad conflictiva. El conflicto social es uno de los modos básicos de la vida en sociedad; mediante él los hombres intentan resolver dualismos divergentes y alcanzan un tipo de integración o unidad, aunque ello sea a costa de opresión, aniquilamiento y subyugación del rival. A pesar de que el conflicto es una categoría central de la organización social, a lo largo de los años ha permanecido inexplorado. Se temía reconocer su función social. De hecho se consideraba subversivo hablar de su aspecto positivo. Hoy en día el tratamiento dado al conflicto desde el ámbito académico es otro, de acuerdo a la nueva forma de verlo hemos elaborado la propuesta que expondremos en el presente escrito. No consiste en hacer una metafísica del conflicto[1], sino señalar como la conflictividad general incide generalmente en el hombre, y sugerir entonces la necesidad de investigar los conflictos básicos como recurso de consideración crítica de muchos problemas prácticos actuales. El tratamiento crítico de los conflictos concretos requiere ante todo la plena conciencia de que la solución de estos no equivale a la eliminación de las estructuras conflictivas.

Hablar de la cultura del conflicto y de la diversidad cultural es referirse a la estructura de la sociedad, es considerar la composición social como una fuente para la explicación sobre el conflicto. En una teoría estructural del conflicto se oculta la idea de que la organización de la sociedad crea intereses específicos que llegan a determinar quién es el que compite y quien es el que coopera[2].

Cualquier principio de la organización social puede por sí solo encauzar la conducta en una dirección determinada, pero, tengamos presente que desde el punto de vista de la teoría del conflicto no hay un solo principio relevante en el momento dado. El hombre debería convencerse de que, tras la solución de un determinado conflicto, lo espera siempre un conflicto nuevo.

La explicación estructural del conflicto se refiere a la forma en que la organización social configura la acción, y la diversidad cultural se fija en los propios actores y como éstos interpretan el mundo. Es así que los presupuestos señalados en este escrito van a tomarse en cuenta como base del marco interpretativo que influye en cómo los individuos y los grupos entienden las acciones de los demás y reaccionan ante ellas.

LA CULTURA DEL CONFLICTO

La cultura es básicamente la técnica utilitaria con que compensamos nuestra precariedad natural mediante múltiples prótesis, pero es también la capacidad de contemplación interesada, que se levanta por encima de las urgencias vitales inmediatas.

El mundo de la cultura se presenta como un mundo superpuesto al mundo natural. La naturaleza no le otorga al hombre todo lo necesario para vivir, de modo que lo obliga a construir su propio mundo. Cada hombre se configura dentro de una tradición cultural básica; pero su receptividad de esa tradición implica un trabajo selectivo, una discriminación de lo que ha de adaptarse y lo que ha de modificarse. En esto último se ejerce la productividad, la creación de nuevos bienes culturales.

Además la estructura de la sociedad nos va a determinar los objetivos de la conducta agresiva. Iniciemos con describir la estructura histórica de la sociedad en que vivimos relacionándola con la valoración del conflicto como fuerza en movimiento. Las sociedades occidentales se han dotado de mecanismo de resolución de conflictos, en principio necesarios para garantizar la paz social indispensable a efectos de que la burguesía, estrato social generador, pudiese realizar con tranquilidad las actividades sociales. La obsesión burguesa por el orden se vio satisfecha con una serie de reglas procedimentales que, internalizadas por los ciudadanos, eran acatadas por la población como mínimo sacrificio a pagar por la armonía social; el consenso consistía en el acatamiento de los resultados de los litigios y de los contratos privados a que llegaban las partes, como regla -formal- básica de convivencia, fueran cuales fueran los contenidos que integrasen el acto de resolución.

La no hostilidad y la sumisión a reglas procesales es pues la premisa básica de actuación para garantía de la paz burguesa. La dinámica procesal que determina a estas sociedades fue también operativa a la hora de socializar la nación (Gellner, 1994) y de incorporar las categorías menos protegidas socialmente al status de ciudadano antes obtenido de manera censitaria.

La negociación era también traducible en términos económicos, si la burguesía previamente había reivindicado el ejercicio de su libre iniciativa (básicamente comercial), el interés de la otra clase se tradujo en prestación: a cambio de la paz social el estado liberal-burgués otorgaba a los desfavorecidos que se les garantizaban la igualdad de oportunidades. Hasta ese momento, hasta la configuración del Estado social, el conflicto, privado o social, era primordialmente un conflicto de intereses.

El conflicto de valores surgido del politeísmo de valores weberiano era, digamos, un tanto secundario, soportado por la tolerancia de una sociedad acostumbrada a vivir en un marco de "razonable pluralismo" y, en cualquier caso, perfectamente subsumido al procedimentalismo abstracto y ritual de las democracias occidentales.

DIVERSIDAD CULTURAL Y CONFLICTO

La ubicación del conflicto dentro de las sociedades occidentales, caracterizadas por la pluralidad en lo privado -auténtico pluralismo de intereses- y por la homogeneidad en lo público - también auténtico monoteísmo de valores: Estado-nación y mercado determinan el marco cultural, valorativo por tanto, propio de las culturas nacionales de dichos Estados.

A pesar de la especificidad de cada cultura nacional, todos estos Estados occidentales presentan como denominador común sus consabidas raíces clásico-cristianas y una común evolución en lo que respecta a la impronta que la corriente demoliberal significó para las mismas. Igualmente, aun con variantes, experimentaron los efectos del nacionalismo y se sumaron al proceso de integración social a través del estado del bienestar.

La internacionalización económica, informativa y laboral, sin embargo ha puesto en peligro la estabilidad de tales Estados al tiempo que la homogeneidad interna se está desmoronando.

El déficit de democracia que atañe a la participación y representación de ciertos grupos ha devenido en la reivindicación con connotaciones un tanto problemáticas por parte de ciertos colectivos, diferenciados, en cuanto que son los principales y directos perjudicados.

El mismo queda manifiesto y traducido en crisis de legitimidad en el sistema político y en crisis de racionalidad en el sistema económico, conceptuados ambos en la teoría de Habermas, entre otras. Al mismo tiempo, una serie de grupos étnicos que permanecían en el Estado nacional, bien soterrados, bien relegados a ejercer su particularidad cultural en la esfera privada, han incrementado el número de reivindicaciones formuladas a los poderes públicos, con la pretensión de hacer valer su diferencia en las instancias políticas.

Wicker[3], (1997), establece una doble estructuración en la formación de estos grupos, una horizontal y otra vertical: la primera determinó la aparición de los primeros movimientos sociales a través de contrastes entre burguesía-proletariado, ricos-pobres, e incluso se repite en las actuales reivindicaciones de las feministas, homosexuales, discapacitados y ecologistas. La segunda, la horizontal, se genera en torno a atributos irracionales (cultura, etnia, nación) que engendran solidaridad entre personas tradicionalmente distribuidas horizontalmente.

Tal estructuración indica la importancia que los vínculos culturales tienen en la actualidad a la hora de determinar las nuevas identidades. Mientras que los grupos estructurados horizontalmente son el producto de la movilización social, dentro de un mismo sistema cultural - por el igual acceso a los recursos y una más justa distribución de los mismos- los segundos reflejan también la insuficiencia de las culturas nacionales - por los procesos de internacionalización económica, por su neutral procedimentalismo- para generar identificaciones, no ya sólo en lo que respecta a un reparto justo de los recursos, sino también en cuanto a la configuración simbólica de dichas culturas.

Una explicación suficientemente comprehensiva y gráfica la ofrece Gianni [4] al señalar que la ciudadanía en los Estados occidentales viene a ser "un tipo de identidad cuyo propósito es unificar (a través de un mínimo común denominador) la heterogeneidad de la sociedad". En los estados nacionales, a cuya ciudadanía se refiere Gianni, la identidad nacional se traduce en términos de nacionalidad = ciudadanía, y los valores culturales e identitarios que las conforman se entremezclan en una cultura nacional fuertemente potenciada por el grupo hegemónico, y de la cual también participan los grupos horizontalmente estructurados, aun cuestionando ciertas fallas en la racionalidad y legitimidad del sistema.

Una apreciación que adelanta un paso más lo anteriormente señalado al describir cómo la identidad cultural delimita un "bagaje socio-cultural-simbólico identificado por el grupo como genuino" y es precisamente este bagaje ése que no comparten los grupos estructurados verticalmente, su identidad cultural es distinta de aquélla que comporta la nación estatal.[5]
La cultura, entendida en términos antropológicos - como conjunto de significaciones, costumbres y formas de vida de un pueblo- ha pasado a ser uno de los grandes indicadores de las sociedades occidentales, tanto que ahora son multiculturales, integradas por diferentes colectivos portadores de varias culturas.

La multiculturalidad es, pues, uno de los caracteres relevantes de las sociedades de nuestros días, sin duda porque, como explica Wicker, el hecho multicultural ha pasado también a estar presente, además de en la vida privada de los miembros de la diversas culturas, en los ámbitos sociales y políticos. No es este el momento para abordar las causas de esta implantación en los ámbitos públicos, ni de centrarnos específicamente en la cuestión del multiculturalismo. Sí, sin embargo, hemos de señalar la relevancia que de nuevo cobra la identidad cultural (y digo de nuevo porque ésta ya cobró fuerza anteriormente, al ser una de las bases sobre las que se estructuraron los estados nacionales[6]), como referente y definidor básico de la propia identidad personal, aunque siempre y, como señalan de Lucas y Álund, cualesquiera que sean los elementos sobre los que la misma se articule, se trata de una identidad mutable e interactiva con otras identidades, bien culturales, bien de otro tipo.

La multiplicidad cultural, étnica en definitiva - como grupo étnico de diversas comunidades de inmigrantes, o como grupo étnico constituido en una minoría nacional- pasa a ser entendida como fuente de conflictividad. En este caso, volviendo a los postulados de Aubert, el conflicto cultural es apreciado como conflicto de valores, entre sistemas culturales. La directa vinculación entre diversidad cultural y conflicto refleja una multipartita instrumentalización de la cultura grupal:
a) Por un lado, la del propio Estado quien a través de políticas de multiculturalismo reconoce el hecho cultural diferencial como causa para otorgar una serie de prestaciones, reduciendo la diversidad cultural a la financiación de una serie de prácticas y utilizando tal reducción para no modificar "él actual equilibrio de poderes". Al justificar la activación de tales políticas en aras de la prevención del conflicto, el Estado liga peligrosamente los conceptos de cultura y de conflicto, atribuyendo a la identidad cultural una connotación conflictiva que no necesariamente ha de tener. De hecho numerosos estudios empíricos vienen demostrando que la diversidad étnica se presta más a la cooperación que al conflicto (Henderson, 1997). Al vincular diversidad cultural con prestación social genera en el grupo cultural hegemónico que hasta ahora ignoraba tal diferencia, un sentimiento de recelo hacia el diferente, provocado tanto por su alteridad como por la competencia que ahora siente para con el otro.

b) Por otro lado, la de quienes entienden las reivindicaciones de estos grupos étnicos como una esencialización de la cultura, tachando de atávicas y antidemocráticas las prácticas de tales grupos y dando por hecha la cuestión de que todo tipo de sociedades y culturas deberían de avanzar por el camino de derechos y libertades desarrollado por los Estados democráticos occidentales.

Tales posicionamientos, primordialistas (Henderson, 1997), al tiempo que entienden la cultura como algo fijo e inmutable, adolecen de un etnocentrismo capaz de reducir el resto de sistemas culturales a deplorables prácticas ancestrales por las que aún no ha discurrido el proceso glorioso de la modernización. Las teorizaciones de estas tendencias aprecian en la diversidad cultural el motivo más claro de luchas entre diferentes culturas y civilizaciones.

c) Una tercera concepción, igualmente reduccionista, es la que desde posturas instrumentalistas así catalogadas por Henderson y A. D. Smith, entre otros- que entienden la identidad étnica como producto de la manipulación de una serie de líderes o élites grupales para fines relacionados con su poder personal.

El reduccionismo de tal interpretación se debe al hecho de que, pese a la instrumentalización que de una identidad cultural pueda producirse por parte de ciertos sujetos personalmente interesados por los beneficios que ello pueda reportarles, dicha manipulación no desvirtúa en absoluto la importancia de la identidad cultural. Al igual que el anterior, este reduccionismo minusvalora la relevancia de la identidad cultural que, tanto como vínculo de comunicación y solidaridad intragrupal, como de constitutivo de la esencia personal supone.

d) Finalmente, la de quienes efectivamente instrumentalizan una serie de rasgos culturales con el fin de estructurar el proceso de etnogénesis para fines particulares. No obstante, pese a dicha instrumentalización no podemos olvidar la relevancia del vínculo cultural para el desarrollo personal de los miembros del grupo, ni tampoco que la activación de la etnicidad como medio colectivo de reivindicación intragrupal responde también a la necesidad de reconocimiento - que no se puede entender únicamente en términos de financiación, sino de representación y ubicación del bagaje simbólico de dicha cultura en el entorno político en el que se desenvuelve y que requiere, no sólo un soporte económico para su preservación y reproducción, sino también una modificación de los procedimientos democráticos- del procedimiento- a efectos de la justa redistribución de los recursos del sistema.

Es así que, la relevancia que la multiculturalidad cobra hoy en día no puede entenderse por la relación directa entre diversidad cultural y conflicto, sino más bien por una manipulación bienintencionada de ambos conceptos. No obstante los conflictos entre grupos o sujetos de identidad cultural diferente se producen aunque, como señala Wicker, los mismos no son una consecuencia de la diversidad cultural, sino una forma del conflicto mismo, una vez debilitadas las tradicionales formas de identificación que adscribían a los sujetos en grupos aglutinados por otras categorías distintas a las de la identidad cultural.

Valga, en última instancia, como cita para una reflexión sobre la relación entre diversidad cultural y conflicto una afirmación de Gellner: "El punto y contenido clave de la presencia perenne del conflicto social no es la interferencia entre posiciones sociales diferentes, donde algunas son más ventajosas que otras, sino la percepción no trivial de que el sistema de posiciones es inestable y está destinado a cambiar, es contraria a la realidad la idea de que es posible que la humanidad pueda manejarse sin un sistema de estas características".

La historia se ha desenvuelto como una cadena de crisis. La época actual es el principal desafío que debe afrontar la humanidad y que en tiempos pasados dio lugar a las revoluciones culturales. También como ahora se estuvo al borde de la destrucción. Es el momento de conocer algún hondo secreto que nos oculta la cultura y aceptar la revelación para compensar nuestros evidentes defectos en el manejo de ésta.
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[1] Más que un aspecto negativo, el conflicto es ante todo, oportunidad porque nos ayuda a crecer, a mejorar la cotidianidad y nos posibilita construir relaciones más solidas.
[2] Tengamos presente la teoría de Turner (1957), acerca de las explicaciones socioestructurales del conflicto. Traídas por Marc Ross en EL CONFLICTO POLÍTICO Y LA ESTRUCTURA DE LA SOCIEDAD. La cultura del conflicto: las diferencias interculturales en la práctica de la violencia, Barcelona, ediciones Piados, 1995, Pág. 61 – 106.
[3] H. – R. Wicker, “Sphere Theories of Hannah Arendt and John Rex”, en H. - R. Wicker, ed. (1997), Pág. 143 161
[4] M. Gianni, “Multiculturalism and Political Integration. The Need for a Differentiated citizenship”, en H. – R. Wicker, ed. (1997:130).
[5] Sobre los procesos de formación y consciencia de la identidad grupal ver J. Kincheloe y S. R. steinberg (19979, Changing multiculturalism, Buckingham: open University Press, cap I y A. Pizzorno (1984), “los intereses y los partidos en el pluralismo”, en S. Berger, comp. (1988).
[6] Por ello no debe pasar desapercibido el hecho de que Natividad Gutiérrez afirme que los procesos de etnogénesis no hacen sino reproducir en buena parte las narrativas e instrumentos de los que se sirvieron los Estados nacionales para su construcción. No. Gutiérrez “Ethnic Revivals within Nation – States. The Theories of E. Gellner and A. D. Smith Revisited”, en H. – R. wicker, ed, (1997), p.p. 163 – 173. A lo que también habría que añadir que tales procesos de activación étnica se han servido de una serie de derechos y libertades (de expresión, manifestación, de sufragio, en su caso) con que los Estados democráticos han dotado a ciudadanos y, valga la redundancia, en su caso a extranjeros.












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